Escribir para no explotar: cuando la ficción se vuelve espejo y no nos damos cuenta
Nunca pude leer Tom Sawyer.
Desde que tengo nueve años, el libro me da pesadillas. No es que sea de terror —he leído/visto cosas mucho más turbias—, pero tiene un no sé qué, que no me deja tener una noche de sueño tranquila. Incluso ahora, de adulta.
Con dos cuentos míos me pasó algo parecido. No con pesadillas, pero sí con reacciones viscerales. Uno lo escribí hace dos años y quedó solo para mi colección privada. El otro es reciente. De hecho, todavía está en proceso y ni siquiera tiene nombre. Es una historia que me encanta. Distopía, lucha de clases, ¡Revolución! … Y mientras lo escribía, mi corazón golpeaba como si estuviera galopando torpemente. Y el aire que se apuraba para meterse a mis pulmones, cual avalancha de personas escapando de un tiroteo, pero sin saber si estaba entrando o saliendo.
No me quedó otra más que levantarme y salir de la computadora.
La escritura como válvula de escape (que ni te avisó que se estaba abriendo)
Me encanta escribir. Y suelo ser muy consciente cuando me hago autorreferencia en mis historias. Pero por lo general, se trata de querer contar una historia.
Y, sin embargo, a veces las palabras parecen brotar para que esa presión interna que se te acumula no te haga estallar.
Cuando me senté a escribir el cuento de Esteban, solo quería cumplir con el tema “sueños” de una antología. Me llevó semanas encontrar una idea que no fuera solo una imagen efímera. Esta idea, la de Esteban, era una HISTORIA, así en negrita y mayúscula. Pedía a gritos ser contada. Era una historia que no podía ignorar... Y, evidentemente, tampoco podía escribirla sin que me temblara el cuerpo.
Me sorprendió la intensidad de la reacción. Porque, al menos en apariencia, no estaba hablando de mí.
Esteban es un guionista de cómics con una vida aparentemente envidiable. Esban —el otro personaje— está atrapado en un campo de trabajo forzado, castigado a la primera en que se salía de su papel de mano de obra gratuita.
Cuando lo llevé a terapia, le conté a mi psicóloga que no entendía por qué esta historia me había afectado tanto.
Me miró con cara de “voy a tener que masticarlo en pedacitos diminutos” y me dijo:
—¿No encontrás ninguna similitud entre vos y Esteban?
—Además del hecho de que los dos somos escritores…
—Ajá. ¿Y cómo es su vida?
Silencio. En ese momento me cuestioné mi valentía para estar en esa sesión. «¿A dónde querrá llegar con eso?», me repetía mientras se secaba mi boca, sellándola para no decir ni pío.
—¿Y Esban?
Miré el reloj. Todavía quedaba media hora. No iba a zafar de esa conversación.
—Esban vive como esclavo. No puede decir ni hacer nada. Si habla, lo castigan.
—Entonces, por un lado, Esteban tiene la vida que quisieras. Por el otro, Esban vive como vos viviste durante años.
Boom.
El espejo invisible
Lo que yo había escrito como una dualidad narrativa —sueño y pesadilla, deseo y condena—, resultó ser una radiografía involuntaria de dos etapas mías.
Esteban es la proyección de lo que quiero: una vida creativa, libre, expansiva.
Esban, en cambio, es todo lo que fui durante casi toda mi vida: contenida, adaptándome para sobrevivir, en silencio, con miedo al castigo implícito por no obedecer, decir o hacer lo que no debía.
No lo vi venir.
Parece ser que mi cuerpo sí.
A veces no sabés lo que estás escribiendo… hasta que tu cuerpo lo grita.
A veces creemos que escribimos una cosa y, un tiempo después, entendemos que, en el fondo, se trataba de otra.
Está bien. Lo segundo no anula lo primero. Tampoco hace falta tener todo claro en el minuto en que pusiste la primera letra —ni la última. Pero si algo vibra adentro, si una historia nos da palpitaciones o nos deja con un nudo en el estómago, conviene prestar atención.
Quizás no sea solo una historia. Quizás sea nuestro propio espejo.
¿Alguna vez te encontraste o escribiste una historia que te tocara alguna fibra profunda?